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LA VIGENCIA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES EN LAS DEMOCRACIAS MODERNAS
por GUIDO RISSO
Las democracias liberales se enfrentan sin duda a una crisis de representación que se manifiesta por un creciente descontento social. Una de las principales consecuencias de esta crisis es que comienza a transformar a nuestros sistemas políticos.
Si miramos lo que ocurre en gran parte del mundo, vamos a observar un agotamiento de las formas de gobierno tradicionales. Sucede que en el trasfondo de esta crisis de modelos de gobernanza, aquello que cruje es la democracia, la cual ha sido puesta en jaque por un sistema económico que ha generado un escenario mundial en el cual el 45.7% de la riqueza está en manos del 0.7% de la población, es decir, 34 millones de personas.(1)
La democracia moderna ha sido derrotada por la desigualdad, no ha conseguido garantizar los derechos fundamentales de millones de seres humanos que desde hace tiempo intentan sobrevivir con un dólar diario.
El mundo está poblado por sobrevivientes, por trabajadores degradados, por jubilaciones mínimas, por refugiados que huyen de los bombardeos o del hambre, por batallones de desempleados, por violencia institucional, por sistemas jurídicos indiferentes y por burocracias indignantes.
Pues la desigualdad, conforme los niveles en que se encuentra actualmente, se constituye ya como una violación flagrante a la dignidad humana, ha dejado de ser exclusivamente una cuestión de dinero y distribución de riqueza para afectar por tanto directamente al orden sociocultural, puesto que la desigualdad moderna reduce nuestra salud, nuestra libertad, nuestra capacidad cognitiva, nuestra autoestima. En definitiva, nos limita la posibilidad para actuar y participar plenamente en el mundo. Todo esto frente a estantes repletos de tratados, convenciones y documentos internacionales en materia de derechos humanos y ante la mirada inútil de sus respectivos órganos jurisdiccionales de control. (2)
El derecho internacional de los derechos humanos y su correspondiente ingeniería de cortes, tribunales, comités y comisiones, todos encargados de velar por la promoción y control de los plexos normativos, se han convertido en la fachada luminosa de un edifico que por dentro está en ruinas.
Puedo sintetizarlo del siguiente modo: el sistema actual ha convertido a la vida moderna en la reiteración de momentos angustiosos.
En la palabra del filosofo Byung-Chul Han, hemos construido "La sociedad del cansancio"(3) como efecto final de un sistema deshumanizante, y cuidado, uno de los mayores peligros para el sistema político es que el cansancio no se limita al individuo y a su angustia personal, también tiene una dimensión social, pues el cansancio deprime, aísla y divide. Estos cansancios son violencia, porque destruyen toda comunidad, toda cercanía, incluso -sostiene el autor- el mismo lenguaje.
Es por ello que la democracia tambalea, porque no encaja en este modelo de sociedad cansada y arrasada por la desigualdad.
En este contexto, en donde los efectos de la concentración de la riqueza afectan la dignidad y la salud de las grandes mayorías, los sistemas políticos modernos se mostraron impotentes y quedaron expuestos a tremendas contradicciones, y en consecuencia, han entrado en una doble crisis de extrema magnitud.
1-Crisis de operatividad que tiene que ver con el aspecto formal del sistema político, es decir, con la forma y la gestión gubernamental; en otras palabras: los gobiernos funcionan mal, no fueron capaces de regular semejante concentración de la economía y detener la devastación social.
2-Crisis de legitimidad que se refiere y afecta al aspecto sustancial del sistema político, o sea, la democracia. La sociedad del cansancio es cada vez menos democrática, pues a mayor cansancio menor apego a la democracia.
Urge entonces resolver el aspecto formal, es decir, sino pensamos una nueva forma de gobernanza y otras categorías de gobierno con el poder suficiente para recuperar legitimidad, la sociedad del cansancio arrasará con la democracia misma.
En otras palabras: para resolver la crisis de legitimidad se debe primero solucionar el problema de operatividad. Ese es el camino y no el inverso como algunos creen. Si el sistema político resuelve lo operativo entonces recupera legitimidad.
El asunto se vuelve aun más delicado cuando vemos como, a medida que avanza la sociedad del cansancio, comienzan a surgir sistemas políticos basados en liderazgos de tipo autocráticos, una especie de sistema de autocracias competitivas, en donde los propios pueblos le brindan apoyo a quienes les prometen seguridad y ultranacionalismo a cambio de ceder parte de sus libertades y derechos civiles y políticos.
La sociedad del cansancio comienza a avanzar sobre la democracia. Esto no es una mera conjetura teórica, ya está sucediendo. Aparecen los voceros de los cansados.
Ejemplos concretos y actuales: Presidente Vladimir Putin en Rusia, Rodrigo Duterte en Filipinas, Recep Erdogan en Turquía, Abdel al-Sisi en Egipto, Viktor Orban en Hungría, los Le Pen en Francia, el partido "Amanecer Dorado" de Grecia, Gianluca Iannone (Casa Pound en Italia), Frauke Petry (Alternativa para Alemania), Norbert Hofer (Partido de la Libertad de Austria), Timo Soini (Verdaderos Finlandeses), Trump, o bien el fenómeno del Brexit británico que amenaza con replicarse en otros países de la Unión Europea.
Estos líderes se presentan como fuertes críticos del sistema, lo ponen en duda y explotan el cansancio de la gente. Su estrategia consiste en establecer una frontera entre el pueblo y la democracia.
La legitimidad de estos liderazgos es reforzada día a día por gobiernos cada vez menos capaces de evitar el deterioro económico de sus pueblos, de sus trabajadores, de sus estudiantes, de sus jóvenes; gobiernos incapaces de asegurar una vejez digna a sus ciudadanos, que no consiguen controlar la concentración del capital y de la información, la transferencia de riqueza en cuestión de segundos, que no logran resolver el fenomenal flagelo del crimen organizado, del narcotráfico, la trata de personas, la cibercriminalidad y la contaminación ambiental, todo lo cual avanza ante el mármol de las instituciones.
En ese contexto los sistemas de gobierno tradicionales han quedado expuestos ante la mirada de todos como verdaderas construcciones obsoletas, como un conjunto de instituciones inútiles y prácticas políticas que no resuelven los verdaderos problemas de las personas.
La consecuencia de este fenómeno es que las formas políticas de representación y de gestión tradicionales, no solo dejaron de contar con la confianza popular, directamente las mayorías las asumen como parte de sus problemas.
La democracia, tal cual la conocemos hoy, está transitando sus últimos años de vigencia, excepcionalmente algo que provenga del régimen actual podrá resolver la fenomenal crisis de confianza existente sobre el sistema. Surge entonces el siguiente interrogante:
¿Estamos ante el fracaso del sistema político actual?
La respuesta es sí.
El esquema institucional vigente no hace más que deteriorar gradualmente la calidad de vida de las personas y generar mayores dosis de cansancio social. Como sostuve antes: para las grandes mayorías, la vida moderna que les ofreció la democracia liberal ha sido una sucesión de momentos angustiosos.
Lo cierto es que desde que la humanidad cuenta con algún sistema político medianamente organizado hasta el nacimiento de los Estados nación, el costo de los pueblos ha sido siempre -salvo algunos períodos excepcionales- padecer la desigualdad económica originada por una demoledora distribución de la riqueza, generando finalmente las sociedades del cansancio y la crisis que hoy sufren las democracias modernas.
Pues es fundamental resaltar nuevamente que en nuestros días la igualdad o desigualdad ya no se refieren a la tradicional diferencia entre niveles de confort o acceso a bienes y servicios, como afirmamos párrafos antes, no tienen una significación netamente económica o material, hoy se ha llegado al extremo en que hacen la diferencia entre la dignidad e indignidad de las personas.
Estamos ante la paradoja, como sostiene Thomas Piketty, en que la igualdad o desigualdad no se vincula con el desarrollo económico, es un error sostener que la igualdad es una consecuencia directa de la prosperidad económica, como también es un error afirmar que la desigualdad es consecuencia del deterioro económico. (4) Es por eso que vemos en tantos lugares de nuestro planeta, como en contextos de crecimiento de la economía aumenta la desigualdad o, por el contrario, en periodos de recesión económica aumenta la igualdad. Confundimos el PBI con el índice de Gini.
Sucede que la variable que se vincula con la igualdad en la calidad de vida es la "distribución", específicamente el método, el criterio y la finalidad que motiva la distribución. Lo cierto es que -guste o no- el sistema político solo tiene influencia sobre el método de la distribución, pues ha cedido al mercado el control tanto del criterio como de la finalidad. El Estado entrego la democracia a las corporaciones.
A estas alturas, ya es una realidad histórica que los Estados no han conseguido recuperar el control sobre el criterio y la finalidad de la distribución de la riqueza. Está a la vista de todos cómo en el último siglo, la concentración de la economía ha producido índices escalofriantes que ni el propio Corrado Gini llegó a ver en su Italia natal.
Según Piketty, este retroceso histórico se vincula a la existencia de dos modelos diferentes de funcionamiento del capitalismo y que la democracia no pudo regular.
El modelo "a" que se caracteriza por el crecimiento lento (1% anual) y un reparto desigual que propicia la existencia de grandes patrimonios hereditarios. Según el economista francés el modelo "a" predominó hasta la Belle Époque, momento a partir del cual inicia su decadencia causada por las guerras mundiales y los impuestos sobre las grandes fortunas.
Ante el deterioro post bélico y a partir de la influencia de Keynes, surge entonces el modelo "b" en el cual se imponen ciertas tendencias fiscales igualitarias generando un crecimiento más democrático. Pero -según formula el autor citado- desde el año 1976 a esta parte de la historia asistimos a un lento regreso al antiguo modelo "a", estamos volviendo, por tanto, a la vieja desigualdad del siglo XIX y a estadios pre-democráticos; la diferencia es que ahora sucede en pleno auge de la democracia.
Bajo este modelo, y aun siendo plenamente conscientes de la situación, los Estados democráticos no logran detener la tendencia hacia mayores concentraciones de ingresos y hacia modelos políticos autoritarios, y nada indica que consigan hacerlo.
La primera conclusión es desoladora: El Estado-nación ha perdido su función original, su causa origen, que es la protección y cuidado de su población y ha devenido en un gestor de problemas técnicos, en una suerte de agente corporativo.
La única opción deseable para disminuir la desigualdad y en consecuencia salvar las libertades propias de la democracia es refundar los Estados y los sistemas políticos.
Ahora bien, la calificación de deseable a la opción que proponemos no es menor en tanto existen posiciones al extremo pesimistas como la expresada por el historiador Walter Scheidel, quien asegura que a partir del estudio de las tendencias de largo plazo de la historia queda probado que la desigualdad solo se arregla con hechos violentos. En esta línea argumentativa concluye que las guerras masivas, las pestes o el colapso del Estado son los únicos niveladores de la riqueza.(5)
En el libro citado, el actual profesor de historia de la Universidad de Stanford, afirma que el costo de la civilización ha sido una flagrante desigualdad económica desde la Edad de Piedra hasta nuestra era, y que como excepciones -según su teoría- resultan los tiempos de violencia generalizada como las grandes guerras, revoluciones o las pandemias. Sólo episodios violentos de escala masiva han logrado reducir sustancialmente la desigualdad.
En otras palabras, los grandes momentos de igualdad no siempre han tenido la misma causa, pero han compartido siempre una misma raíz: rupturas violentas del orden establecido.
Miles de años de historia, sostiene Scheidel, demuestran que cada vez que hay una reducción importante en la desigualdad, sucede en forma simultánea a un shock de violencia masiva.
Frente a estos niveles de pesimismo sobre la resolución de la desigualdad nos vemos cada vez más obligados a pensar una nueva forma de gobierno que contenga los valores de la democracia y los derechos humanos.
Charles Darwin decía: "No es la especie más fuerte la que sobrevive, ni la más inteligente, sino la que mejor se adapta a los cambios" Esto vale para lo sistemas políticos.
Me refiero al aspecto formal del sistema, es decir, al aspecto operativo del que hablábamos antes. El modo de gestionar la democracia en cuanto capacidad de organizar relaciones y producir mayor fuerza política que fortalezca al Estado; solo así contará este con la potencia suficiente para imponerse ante el capitalismo corporativo y recuperar el control sobre los criterios y finalidades aplicables a la distribución de la riqueza.
Los Estados deben asumir la construcción pacifica de la historia, pues de lo contrario, la salida del paradigma político actual -como ya lo estamos viendo- no será racional, no será organizada, será empujada por la necesidad, el miedo y la frustración, convirtiendo a nuestra época en un eslabón más de esa historia que le da la razón a Scheidel.
__________
(1) Fuente "Informe sobre riqueza global 2016 Credit Suisse" (credit-suisse.com)
(2) Therborn, Göran, "La desigualdad mata", Alianza Editorial, España, 2015
(3) Byung-Chul Han, "La sociedad del cansancio", Herder, Barcelona, 2012
(4) Piketty, Thomas, "El Capital en el siglo XXI", FCE, Madrid, 2014
(5) Scheidel, Walter, "El Gran Nivelador: Violencia y la historia de la desigualdad desde la Edad de Piedra hasta el siglo 21", Princeton University Press, 2017
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