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EL DERECHO A LA MUERTE EN EL PRECIPICIO DE LA ETERNIDAD
por por Daniel E. HERRENDORF
En esa época ocurrió en el mundo un hecho asombroso: fueron contemporáneos los llamados “Siete Sabios” presocráticos en Grecia, Confucio y Lao-Tzé en China, y el Buddha Gautama (o Siddharta) en la India. Todos ellos practicaban y proclamaban la ética como virtud fundamental en lugares distintos al mismo tiempo; fue un momento histórico colosal. Carl Jung atribuye la coincidencia al inconsciente colectivo, cuyo concepto fue desarrollado por él; Karl Loewenstein, por su parte, considera que en la historia es habitual que personas distintas en lugares distintos encuentren soluciones iguales a problemas iguales.
Borges no podía creer que una docena de griegos conversadores hubieran inventado la ética occidental. Escribió Bertrand Russell que los grandes avances científicos de la humanidad suelen hundir la ética de las sociedades donde dichos avances se producen. El ejemplo más obvio es el de la polución nuclear: el solitario aviador de Hiroshima tiene un altísimo conocimiento tecnológico y, por lo mismo, sabe arrojar una bomba atómica con una precisión quirúrgica. Lo hace sin culpa porque su calidad ética ha desaparecido.
Asimismo, a reserva de la catástrofe humanitaria, la polución y los habituales ensayos nucleares actuales destruyen el ecosistema con gran capacidad para matar especies enteras, contaminar el aire y las aguas, y provocar enfermedades letales en las poblaciones que eventualmente reciban restos de polución.
No hay una historia de la ética. No se trata de una virtud que pueda medirse fácilmente. Su movimiento es pendular. Escribió el doctor Ramón y Cajal que a toda época nutritiva sigue una terrible acción devoradora.
Tenemos pues un momento de aparente inicio de sólidas teorías sobre la ética. No se trata de historiarla, como ya se ha dicho, sino de señalar su práctica. Tal vez pueda afirmarse que el humanismo nació en Grecia, en la India y en los devastados reinos chinos hacia el señalado siglo VI a. C. Y casi sin duda esta corriente de la sensibilidad humana encontró brebaje en Erasmo de Rotterdam con su afamado “Elogio de la locura” y en Pico della Mirandola en su obra “Discurso sobre la dignidad del hombre”, ambos renacentistas (siglo XV). Recordemos que Erasmo era muy amigo de Thomas Moro, autor de “Utopía”, otra obra de gran contenido ético.
El humanismo como virtud histórica siguió un curso sinuoso e interrumpido, tras su mayor y rutilante auge durante el Renacimiento. Lao-Tzé escribió “si te ordena el Príncipe ir en su presencia, ofrécele humildemente el Tao” lo cual revela la virtud del gobernado que pacíficamente incita al gobernante al humanismo. Y siglos después ocurrió lo mismo que en el siglo VI: durante el ya nombrado Renacimiento convivió una docena de genios sin par: Leonardo, Giotto, Donatello, Brunelleschi, Miguel Ángel, Rafael, Botticelli, Dante, entre muchos: todos recobraron la ética y la estética del clasicismo griego y practicaron la armonía del arte. Una vez más la multiplicación de las virtudes fue una obra colectiva que surgió de las relaciones humanas con sentido ético, como en la Atenas socrática, la china taoísta y la india buddhista.
Regresemos a la actualidad. El siglo XX vivió una paradoja notable: por un lado fue uno de los siglos más ruinosos de la historia para la vigencia de la ética: guerras mundiales, gran éxito de la industria de armas para la destrucción masiva, un increíble desprecio por la naturaleza que está siendo diezmada por el cambio climático, venta y trata de personas -especialmente niños-, gran éxito de las industrias contaminantes, migraciones y desplazamientos obligados por la guerra o por el hambre, miseria y todo el catálogo de catástrofes que conocemos muy bien. Recordemos que fue el siglo que creó el concepto de “miseria indescriptible”.
Pero al mismo tiempo que el siglo XX se encargaba de triturar la ética, se desarrolló en gran medida la bioética como una práctica virtuosa y en pleno avance. No sólo eso; en el mismo siglo ocurrieron cuatro hechos asombrosos que alargaron la existencia de las personas y dignificaron la calidad de la vida: Se trata de: 1) el agua potable, 2) la penicilina, 3) la analgesia -que también permite realizar cirugías-, 4) la generalización de los procesos de pasteurización. Por su parte, la propagación del psicoanálisis mejoró la calidad de la vida de muchas personas.
En 1950 las portadas de los periódicos franceses anunciaban con gran satisfacción que ya había en el país personas saludables de 70 años. Hoy no hay nada más natural. La vida se ha hecho muy larga y en ocasiones alcanza los 100 años. Aquí es donde la bioética del post-humanismo debe actuar con gran cautela; hay quienes opinan que el espléndido desarrollo de la ciencia médica sólo ha logrado alargar las agonías.
Agonía es una palabra griega que significa “lucha”. Miguel de Unamuno describió esa lucha maravillosamente en su libro “El Sentimiento Trágico de la Vida”. Los enfermos de cualquier edad y los ancianos “luchan” -es decir, agonizan- para ganar esa lucha y recuperase. “Prot-agonizar” significa luchar sobre un escenario; en cambio quienes agonizan están entre bambalinas y fuera del escenario cuando en realidad todos queremos participar de la obra maestra de la vida. Aunque siempre es un buen momento para seguir viviendo, nadie quiere pasar toda la tercera y la cuarta edad luchando todos los días contra dolencias crónicas y en ocasiones insoportables, que destrozan la calidad de vida.
¿Cómo deben actuar la ética y la bioética ante tal escenario? Al menos es preciso determinar cuánto sufrimiento es capaz de soportar -tal vez por décadas- un anciano o un enfermo crónico. La bioética está rodeada de interrogantes. Casi puede decirse que toda forma de la ética es una isla de satisfacción en un mar de dolencias. Los interrogantes son muchos; acaso puedan servir de ejemplo estas preguntas:
1) ¿Es necesario informar detallada y obligatoriamente a los enfermos respecto de su enfermedad y sus consecuencias, sin tener en cuenta que el impacto emocional de la información correctamente brindada puede acelerar el deterioro general del paciente? ¿Cuál es el modo más razonable de informar? Ese debate se dio -y se reitera cada tanto- respecto del HIV. ¿Es o no más razonable que los médicos pudieran realizar el test de detección del HIV con los chequeos de rutina y sin expreso consentimiento, para iniciar un pronto tratamiento y evitar la propagación de la retrovirosis en caso de que la serología fuera positiva? ¿Ese procedimiento afectaría el derecho a la privacidad y a la decisión autorreferente del paciente?
2) La Dra. Alicia Moreau de Justo -la segunda médica mujer de la Argentina después de Cecilia Grierson- sostenía la existencia del derecho a la ignorancia. Si un paciente decide no conocer sus dolencias o no tratarlas ¿debe el médico informar de todos modos? ¿Y si el diagnóstico hunde al paciente en una depresión crónica, retroceden todas sus defensas fisiológicas y enferma a gran velocidad?
3) El Instituto Internacional de Derechos Humanos tiene una mirada muy delicada respecto al aborto y la eutanasia en tanto la prevalencia del derecho a la vida. Pero la bioética del post-humanismo se pregunta con razón ¿debe prevalecer el derecho a la vida cualesquiera fueren las condiciones del paciente o la eutanasia puede ser considerada? ¿Es el aborto una interrupción de la vida? ¿Desde qué momento? ¿Es razonable intentar definir el momento exacto del comienzo de la vida humana? ¿Existe el derecho a interrumpir la propia vida voluntariamente requiriendo un procedimiento médico especial a tal efecto?
4) Imaginemos la guardia de un hospital, cualquiera sea. A la madrugada llegan simultáneamente dos pacientes con insuficiencias respiratorias letales que requieren un respirador artificial de inmediato, con riego de vida. Uno de los pacientes es un anciano y el otro es un adolescente. En la guardia médica hay un solo respirador. ¿A quién se lo pondrán? ¿Al adolescente, por cuanto tiene la vida por delante en tanto el anciano ya vivió lo suficiente? ¿Cuánto es suficiente? ¿O atender al anciano que, sin duda, sufre mucho más mientras el adolescente tiene buenas defensas por su edad? Este dilema nos lleva a la siguiente pregunta que compromete directamente a los derechos humanos:
5) ¿En todo momento, en toda circunstancia, hay que proceder a alargar la vida aun si el paciente vive en la agonía y el sufrimiento insoportable?
6) Hay sociedades organizadas de un modo para nosotros primitivo. Especialmente en África y en algunas comunidades asiáticas y latinoamericanas es usual carecer de medicamentos, vacunas y atención médica al modo europeo. Se curan y se sanan con hierbas, hongos y brebajes. ¿Debe la medicina desarrollada imponer a tales comunidades la vacunación obligatoria y medicación alopática para sanar sus males? Bill Gates realiza donaciones multimillonarias de medicinas para el continente africano, pero encontró un pequeño obstáculo: nadie quiere tomar esas medicinas.
Las preguntas pueden continuar casi indefinidamente. Es muy difícil establecer pautas firmes, y cada país decide libremente cómo desea proceder respecto de la bioética. Por ejemplo, en los Estados Unidos existe un procedimiento muy cuestionado por los derechos humanos: los médicos están obligados a informar al paciente, en porcentajes, cuánto tiempo les queda de vida. Por supuesto que esos porcentajes son de una relatividad pasmosa, además del impacto psicológico que provocan. Es más una adivinanza que una certeza: toda especulación estadística no es más que eso: especulación. ¿Es correcto predecir la muerte con exactitud imposible y mostrarle esa postal del infierno a un enfermo que eventualmente vivirá mucho más –o mucho menos- que el promedio estadístico? ¿No es acaso la medicina una ciencia autónoma que no precisa recurrir a la probabilidad matemática por cuanto cada paciente reacciona -ante iguales circunstancias de morbilidad- de maneras muy diversas? El caso de Stephen Hawking es revelador: con apenas 20 años de edad le informaron que viviría, con suerte, 2 años más como máximo. Pero Hawking rechazó su enfermedad y las horribles predicciones médicas: tal acto indisciplinado de la conciencia le permitió una vida plena: murió a los 76 años, se casó dos veces, tuvo hijos y desarrolló teorías que cambiaron para siempre la ciencia física reinterpretando la obra colosal de Albert Einstein. ¿No es preciso reflexionar sobre la predicción médica de eventos que nunca sucederán y que pueden sumir al paciente en una depresión mayor?
Los juicios por mala praxis han logrado que los profesionales de la salud y los laboratorios médicos practiquen lo que se califica como “medicina defensiva”: los profesionales de la salud, médicos o paramédicos, narran al paciente, con paciencia y minuciosidad brutales, todas las catástrofes que podrían ocurrirle para evitar una demanda posterior. Basta con leer el prospecto de cualquier medicamento: sus previsiones, que parecen amenazas, redactadas por abogados expertos en medicina forense, son siempre tan alarmantes que tomar un medicamento parece más un riego que una solución. La medicina defensiva es muy confusa para el paciente, y bioéticamente cuestionable.
Es cierto que los médicos no actúan de modo defensivo por deseo; hay abogados que esperan a los pacientes en la puerta de los hospitales y los “invitan” a enjuiciar a sus médicos con propósitos dinerarios de algún modo oscuros, aunque no hubiere motivo alguno. Los jueces carecen de conocimientos médicos y el asesoramiento que reciben de parte de los peritos suele ser muy sesgado; se han cometido así muchas injusticias que llevaron a los médicos y laboratorios a la práctica de la ya descripta medicina defensiva.
Sin duda la eutanasia abre otro espacio de disensos y debate. En principio parecería que es una práctica improcedente interrumpir el curso de una vida; y sin embargo hay casos de vidas tan dolorosas y a veces insanables que no podemos sino comprometernos con el interrogante.
Sufrir no es una alternativa para nadie.
Todo el conflicto gira en torno a la muerte por cuanto, aun en la fe, intentamos huir de ella cuando la muerte es, en realidad, el horizonte de toda existencia. La muerte como una vivencia nueva no es mansamente aceptada. Ya se ha dicho: preferimos agonizar, luchar enérgicamente para que la muerte se aleje. Medicinas, tratamientos, filosofías, expertos, hospitales, religiones, laboratorios, misticismos: la humanidad ha creado un sinnúmero de disciplinas transicionales para combatir el temor a la muerte con eficacia o, al menos, “sentirla” lejos.
El desconocimiento -y el temor- que pesa sobre la muerte hace que obremos de tal modo. ¿Existe un derecho a morir? Las religiones y las filosofías orientales nos invitan no sólo a aceptar serenamente los hechos inevitables sino también a colaborar con ellos. En occidente (con la increíble excepción de México) la muerte es una forma insustancial del terror, una experiencia de la que parece imperioso alejarse.
La vida humana es en general religiosa: es usual tentar una respuesta a las incógnitas vinculadas al inicio de la vida, la muerte como perspectiva, la creación o la finitud. Ha habido incluso una interesante discusión educativa en los Estados Unidos respecto de si cabe la enseñanza del darwinismo o más bien de presunciones religiosas sobre el origen del universo y el comienzo de la vida inteligente.
Las religiones cavilan al evaluar los avances científicos: la biogenética, la clonación de células con fines medicinales, las duplicaciones de órganos completos y la extensión de la vida a través de recursos sofisticados, reciben de las religiones miradas torvas de desaprobación o de duda. La humanidad siempre estará enfrentada al drama de su finitud, herida narcisista que asumimos, como podemos, cada mañana.
Enfrentar la fe con la ciencia es una tarea inútil y filosóficamente incorrecta. El más frío y calculador de los científicos biotecnológicos puede depositar su corazón en la fe, puesto que la ciencia es un orden racional, y la fe un acto espontáneo de la conciencia moral que no requiere ser justificado. Separados los territorios, no hay disputa, pero sí subsiste una serie de problemas éticos.
Immanuel Kant explicó para siempre, en su “Teoría de la Razón Pura”, que la ciencia y la fe transitan caminos espirituales tan diferentes que no hay razón alguna para objetar que el más duro científico sea también un ortodoxo observante religioso. Cabe mencionar una curiosidad: el propio Kant, que en su mencionado libro refuta la existencia de Dios, escribió posteriormente su “Crítica de la razón práctica” donde explica que Dios no existe pero es necesario. Esta última obra ejerció desde el siglo XVIII una poderosa influencia sobre la filosofía ética y moral. La tercera “Crítica” –la “Crítica de la razón estética”- es una obra inconclusa e inédita. Sin embargo, la descripción que realiza Kant de la ética empírica y la ética formal, obró un nuevo renacer de la epistemología de la ética.
Resumiendo, hallamos un presunto comienzo de una filosofía de la ética en el siglo VI a.C.; una primera teorización en la obra “Ética a Nicómano” de Aristóteles (siglo IV); un auge de la armonía ética en el Renacimiento (siglo XV) y la primera gran epistemología de la ética de las costumbres realizada por Kant (siglo XVIII). Al conjuro del criticismo kantiano se abrió un franco camino para la fenomenología husserliana y el existencialismo heideggeriano.
Las sociedades buscan refugio en las religiones, pero no descuidan los avances científicos que esas religiones rechazan. La suspensión criogénica de Walt Disney, el congelamiento de células cerebrales en los laboratorios de Phoenix (California) para “dar vida” a sus donantes en el futuro, y la pretendida clonación de personas no son más que desafíos concretos a la mortalidad. La humanidad cree en Dios y en las religiones que ha creado, pero también le exige a la ciencia que desafíe diariamente a la muerte.
Nadie cuestiona seriamente avances médicos que alargan la vida. Incluso técnicas invasivas del cuerpo como implantes y trasplantes son admitidos por las religiones más estrictas. La reacción frente a la muerte no suele ser un sereno abandono a los designios del Creador. Más bien se trata de luchar contra el minuto trágico y alargarlo tanto como se pueda. Una eternidad, si es posible.
Uno de los hechos más notables de la Iglesia Católica en el segundo milenio fue la agonía del último papa del siglo XX, el popular Karol Wojtyla, quien reinó como Juan Pablo II; por primera vez en su historia la Sede romana hizo supervivir a su Príncipe entubado, con sistemas artificiales de respiración, mucha medicina pagana y equipos complejos de altísima sofisticación tecnológica; es más: por vez primera un pontífice pasó semanas en una sala de cuidados intensivos en un hospital de Roma, en vez de abandonarse a los designios del Señor en sus departamentos vaticanos, rezando y resignando su destino en admisión de la voluntad divina. Juan Pablo II fue el primer pontífice que salió de la Ciudad del Vaticano para ser hospitalizado.
En suma: los obispos enseñan a padecer el destino, pero por las dudas se afilian a un seguro médico bastante caro; no tiene nada de malo: el pragmatismo aconseja rezar y al mismo tiempo cerrar la puerta de casa con llave.
Parecería que en la hora última cada uno individualmente desea luchar contra su propia muerte. Incluso se analogan episodios de la vida biográfica a recursos de inmortalidad (dejar un libro, un hijo, una obra perdurable). La muerte como episodio de la vida no es asumido en paz. Dejar de ser no está en los planes serios de nadie y no nos parece muy grato que el mundo se las vaya a arreglar absolutamente bien sin nosotros.
Sin embargo, es eso exactamente lo que ocurrirá. El mundo vivirá bien sin nosotros, sin cada uno de nosotros, y conforme el tiempo pase las generaciones de nuestra propia sangre también nos olvidarán. Haber dejado un hijo que a su vez deje otro, o una obra implacable, no será garantía alguna. Seremos indolentemente olvidados y ese hecho no provocará ninguna mortificación especial en nadie.
La idea de un alma individual que supervive, o que se muda; que regresa o se eterniza en un limbo celeste, es muy apreciada. El espectáculo de un juicio personal cara a cara con Dios por nuestros actos es esperado por muchos que desean que el Señor los mire a los ojos de manera personal. De hecho el Inferno de Dante consta de muchos oprobios accesorios y un único gran castigo central: “No verás los ojos Dios”. Su nombre siquiera puede ser pronunciado fuera del Paraíso. El anonimato ante el Padre se explica como el más grande dolor imaginable, por eso rezamos por nuestros pecados y nos arrepentimos con franqueza; nos han prometido el paraíso y agradeceríamos que fuera para nosotros.
No obstante la popularidad de esta creencia, también pagamos puntualmente la cuota del seguro médico, pues para llegar a paraíso tan preciado carecemos en absoluto de ansiedad. Más bien demoramos el arribo de la felicidad eterna ya sin ningún disimulo. Formas artificiales de sobrevida alargan la estadía en este valle de lágrimas todo lo que se puede.
De todas maneras, nadie se plantea seriamente la eternidad. Dedicarse a no morir es una tarea condenada a fracasar aunque todos intentemos algo al respecto. El deseo de eternidad y las posibilidades concretas de la clonación plantean un interrogante nuevo: ¿hay quienes realmente desean una vida infinita y sabrían qué hacer con tan incómoda cantidad de tiempo? ¿Walt Disney dispuso su suspensión criogénica en busca de una cura para su mal o de una forma estable de eternidad? ¿Cuánto tiempo “más” de vida adicional nos resultaría adecuado para aceptar la mortalidad?
La respuesta de Jean Baudrillard es, hasta ahora, la más interesante. La propuesta de “no morir ya más” que la clonación parece tomar en serio, le parece asexuada e involutiva. La década del 70 festejó, con la píldora anticonceptiva, el sexo sin procreación: puro placer. El siglo XXI celebra, con la fertilización asistida, la procreación sin sexo. El erotismo exuberante de la generación pop ha sido reemplazado por la mismidad anónima y asexuada de seres que se proponen una eternidad inanimada. La subversión de valores es atroz: gana terreno una vida larga a cualquier costo. Incluso sometida al aburrimiento más espantoso y asexuado.
En semejante situación, nada parece más erótico que morirse. Una buena muerte, bien asumida, sería hoy negar la aburridísima mismidad infinita que intenta parte de la ciencia. La mortalidad representa el único momento interesante que se repite en todo lo que hacemos y nos pasa: el final.
Un viaje, una ópera o una cena sin final serían la más horrenda pesadilla. Nos embarcamos en esas experiencias porque cesarán. También interesa la vida por lo mismo: un día, terminará. Y sin embargo, la busca de la eternidad continúa avanzando en la teoría y en el deseo con éxito relativo.
Nadie ha respondido hasta ahora la pregunta crucial: ¿Quién desea en verdad vivir la eternidad completa e imaginarse un infinito absolutamente personal?
En suma, el post-humanismo no tiene certezas sino interrogantes. Nos reunimos en congresos e intercambiamos ignorancias recíprocas. Es la muerte de la certeza.
Aún así es preciso continuar haciéndose todas las preguntas planteadas, sin intentar resolverlas todas. La duda también es una forma de pensar, y dudar de modo metódico -como quería Descartes- puede ayudar a que nos entendamos todos.
Todos pensamos alguna vez en ese día en que nos durmamos y no volvamos a despertar. Sin embargo, no nos causa el mismo interés cómo fue aquello de despertarse sin haberse ido a dormir. Eso fue cuando nacimos.
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